jueves, 21 de mayo de 2020

MIEDO AL OLVIDO-I




Cuando llegaron a América los españoles en el siglo XVI, conmemoraban a los difuntos en el Día de Todos los Santos.  Al convertir a los nativos del Nuevo Mundo se dio lugar un sincretismo que mezcló las tradiciones europeas y prehispánicas, haciendo coincidir las festividades católicas con el festival similar mesoamericano creando el actual Dia de Muertos.


Diversas culturas han generado creencias en torno a la muerte que han logrado desarrollar toda una serie de ritos y tradiciones, ya sea para venerarla, honrarla, espantarla e incluso para burlarse de ella. En México esta festividad pone de manifiesto el “miedo al olvido”, que es otra forma de morir. 


Esta mágica y ancestral creencia mesoamericana celebra los días 1 y 2 del mes de noviembre de cada año El Día de Muertos, vinculada a las conmemoraciones católicas de Fieles Difuntos y Todos los Santos.  La Unesco la ha declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

Uno de los principales aspectos de la identidad como nación que posee México es la concepción que se tiene sobre la vida, la muerte y todas las prácticas y mitos que giran en torno a ellas.

Desde la época precolombina, las etnias mexica, maya, purépecha y totonaca celebraban ceremonias con rituales que honraban la vida de los ancestros.  Era común la práctica de conservar los cráneos como trofeos y mostrarlos durante los cultos que simbolizaban la muerte.


Esta fiesta se ha convertido en un símbolo nacional que identifica el Dia de Muertos como parte de la cultura del país.

Cada pueblo tenía sus propias liturgias, pero en todos, el propósito era el mismo: facilitar al difunto la llegada al inframundo. 

Los teotihuacanos creían que, según la forma de muerte, había cuatro paraísos.   Ofrecían largos rituales, sacrificaban a los perros Xoloitzcuintle y los enterraban junto al fallecido, al igual que ofrendas de comida, copal, vasijas, cuchillos, piedras de jade y semillas para que ayudasen en el paso al edén y no se perdieran.

Al primer sector de su inframundo, iban los que no alcanzaron a nacer y eran enterrados en la tierra en posición fetal.


Los adolescentes que morían iban al sector dos, y se han encontrado ofrendas de vegetales y huesos pertenecientes a animales en sus enterramientos.


Hombres y mujeres adultos estaban destinados al sector tres.  A estos se les colocaba en grandes vasijas de barro prosiguiendo con la cremación.  Creían que en ese lugar prevalecía la abundancia y la paz eterna.  En las ofrendas figuraban cañas de azúcar y comidas típicas.


A los más viejos, destinados al sector cuatro, se les incineraba en hogueras hechas con maderas preciosas.  Se creía que los ancianos regresaban a la tierra después de la muerte en forma de animales.


Para los antiguos mesoamericanos, la muerte no tenía las connotaciones morales de la religión cristiana en la que las ideas de infierno y paraíso sirven para castigar o premiar.  Por el contrario, ellos creían que los rumbos destinados a las almas de los muertos estaban determinados por el tipo de final que había tenido y no por su comportamiento en la vida.

Los mexicas también creían que la vida ultraterrena del difunto podía tener cuatro destinos:

Tlalocan o paraíso de Tláloc, dios de la lluvia.  Allí se dirigían aquellos que morían en circunstancias relacionadas con el agua: los ahogados, los que morían por efecto de un rayo, por enfermedades como la gota o la hidropesía, la sarna o las bubas, así como los niños sacrificados al dios.  El Tlalocan era un lugar de reposo y abundancia.


Omeyocán, paraíso del sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra. A este llegaban solo los muertos en combate, los cautivos que se sacrificaban y las mujeres que morían en el parto.  El Omeyocán era un lugar de gozo permanente, en el que se festejaba al sol y se le acompañaba con música, cantos y bailes.

Los muertos que iban al Omeyocán, volvían al mundo después de cuatro años convertidos en aves de hermosas plumas multicolores.


Mictlán, destinado a los que morían de muerte natural.  Este lugar era habitado por Mictlantecuhtli y Mictecaccíhuatl señor y señora de la muerte.  Era un sitio muy oscuro, sin ventanas, del que ya no era posible salir.

El camino para llegar al Mictlán era tortuoso y difícil, pues para llegar a él, las almas debían transitar por distintos lugares durante cuatro años. Luego de ese tiempo llegaban al Chicunamictlán, lugar donde descansaban o desaparecían las almas de los muertos.  Para recorrer ese camino, el difunto era enterrado con un perro Xoloitzcuintle, que lo ayudaría a cruzar un río y llegar ante Mictlantecuhtli, a quien debía entregar como ofrendas, atados de teas y cañas de perfume, algodón, hilos colorados y mantas.  Quienes iban al Mictlán, recibían como ofrenda cuatro flechas y cuatro teas atadas con hilo de algodón.


Chichihuacuauhco, era el lugar al que iban los niños muertos antes de su consagración al agua, donde se encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche para que se alimentaran.  Los niños volverían a la tierra cuando se destruyese la raza que la habitaba.  De esta forma, de la muerte renacería la vida.


Los entierros prehispánicos eran acompañados de ofrendas que contenían dos tipos de objetos, los que en vida habían sido utilizados por el muerto, y los que podría necesitar en su tránsito al inframundo.  De esta forma era muy variada la elaboración de objetos funerarios:  instrumentos musicales de barro como ocarinas, flautas, timbales y sonajas en forma de calaveras, esculturas que representaban a los dioses mortuorios, cráneos de diversos materiales de piedra, jade o cristal, braseros, incensarios y urnas.

En el calendario nahua eran tres las fechas en las que se honraba a los muertos. (tres veintenas), a quienes habían “levantado su sombra”, según la traducción del náhuatl al español. Un Día de Muertos  no existía en el territorio azteca de Anáhuac. 


Es decir, tres veintenas estaban dedicadas a Mictlantecuhtli y a Mictecaccíhuatl.  Durante el primer mes llamado Tlaxochimaco se llevaba a cabo la celebración denominada Miccailhuitontli, la “fiesta de los muertitos” o “fiesta de los muertos chiquitos”. Alrededor del 16 de julio.

En segundo lugar, el Miccaihuitl, en el mes de octubre y por último en el mes de marzo se iniciaba cuando se cortaba en el bosque el árbol llamado Xócotl, al cual le quitaban la corteza y le ponían flores para adornarlo, En la celebración participaban todos y se hacían ofrendas al árbol durante veinte días.


En el décimo mes del calendario se celebraba la Ueymicailhuitl o fiesta de los muertos grandes.  Se llevaba a cabo alrededor del 5 de agosto, cuando decían que caía el Xócotl.  En esta fiesta se realizaban procesiones que concluían con rondas en torno al árbol.  Se acostumbraba realizar sacrificios de personas y se hacían grandes comidas.

Después ponían una figura de bledo en la punta del árbol y danzaban, vestidos con plumas preciosas y cascabeles.  Al finalizar la fiesta, los jóvenes subían al árbol para quitar la figura, se derribaba el Xócotl y terminaba la fiesta.   La gente acostumbraba colocar altares con ofrendas para recordar a sus muertos, lo que es el antecedente del actual Altar de Muertos.


Desde antes de que la religión católica llegara a Mesoamérica, muchas de las culturas tenían la creencia de una vida después de la muerte.

En la cultura maya, cuando una persona moría, su alma iba al inframundo conocido como Xibalbá, por eso dentro de los ritos funerarios de los mayas se encontraba también el de enterrar a un perro Xoloitzcuintle junto a la persona fallecida, de lo contrario correría el riesgo de no llegar al Xibalbá y quedarse en el camino.


Los mayas tuvieron un inmenso miedo a la muerte, pues con la misma venían el dolor, la lástima y el llanto hacia los difuntos, lo que traía tristeza.

Cuando un integrante del grupo moría lo envolvían en una mortaja y le llenaban la boca de maíz molido y cuentas de jade, pues siendo estas sus monedas, le servirían para tener qué comer en la otra vida.

A los pobres los enterraban debajo de los pisos de sus casas.  Colocaban en la tumba figuras hechas de barro o de piedras con los objetos que mostraban la profesión que tenían, e inclusive su mascota.

Las clases altas de los mayas tenían costumbres funerarias más complejas.  Sus prácticas se asemejaban a la de los antiguos egipcios, enterrando a sus gobernantes en falsas cámaras dentro de pirámides y rodeados de objetos funerarios y sirvientes ejecutados para que acompañara al alma en su camino al inframundo.

En las tumbas de la ciudad de Palenque se han encontrado platos de cerámica que tienen escritos los vocablos tamal y pozol, ya que suponían que las almas debían comer y beber en su descenso al Xibalbá, para después ascender y encontrarse con Itzamná, el dios maya de la sabiduría.  Los mayas creían en la idea de una vida futura, así como en su recompensa o castigo.  Según ellos la muerte era solo por cuatro años tras los cuales el alma regresaba al cuerpo para empezar una segunda vida.




 Corrección de estilo: Nilda Bouzo






































lunes, 11 de mayo de 2020

TIEMPOS DE EPIDEMIAS Y PANDEMIAS




Un buen amigo me preguntó cómo iba a titular la publicación en la que narraría mi experiencia como paciente contaminada con el virus del Dengue…Quedamos en que la nombraría PLAQUETARIAS.  (Por aquello de las plaquetas que bajan y suben).
No es agradable rememorar esos días de enfermedad, pero afortunadamente puedo contarlos, como también quisiera hacerlo con la Covid-19 que afecta de manera cruel al mundo y de la que somos la tercera edad “plato fuerte” para el virus.

Desde la década de los años 80 del siglo pasado, el Dengue llegó a Cuba para quedarse.  En mi niñez y juventud era una enfermedad desconocida, nadie habló de ella, era “de otra parte” no era de nosotros. Mis padres no la conocían.

Actualmente y gracias a su total adaptación y a pesar de que fue un sabio cubano el descubridor del agente transmisor, el Aedes-aegypti ya es parte del folklore de la isla.  

Por primera vez he sido “mordida, picada, por un “Aedes”.  Mi vivienda está protegida con mallas antimosquitos, tengo la precaución de fumigar con el insecticida que esté a mano de acuerdo al momento económico que viva el país.  Esta vez fue un producto nacional nombrado “Lo Maté”, del que pude adquirir varios frascos en otra provincia, porque también escaseaba, y que resultó eficaz eliminando insectos y produciendo coriza.

Pero un nefasto día algún mosquito infectado, perdido entre las plantas del jardín, o huésped en la casa del vecino a la que no tengo acceso para controlar su higiene, desvió su ruta y vino a alimentarse con mis ya cansados hematíes.    Conclusión, me “inyectó” con una de las cuatro cepas de Dengue que actualmente circulan en el país infectando a la población.
Sin previo aviso, aparecen todos los síntomas descritos:  fiebre, dolor retro-ocular, de cabeza, articular, decaimiento, sudoración, y ahí comienza.

La epidemia se esparcía por todo el país hacía meses, los hospitales destinados para los ingresos de enfermos de dengue estaban saturados, habían acondicionado algunos de ellos con los escasos recursos con que cuenta la salud pública.  Había enfermos y fallecimientos.

Al segundo día de presentar síntomas, envié por el médico del consultorio familiar al que le corresponde visitarme, y respondió que “no se responsabilizaba” con alguien con fiebre y dolor de cabeza en la vivienda, sin saber si era una amigdalitis o un derrame cerebral. Eligió no visitar a un enfermo de la tercera edad de su área de salud.

Una amistad me llevó al laboratorio de un centro hospitalario para una analítica sanguínea y ya tenía las plaquetas ligeramente por debajo del límite inferior, y un leucograma comprometido.  Con este resultado fui a urgencias, al policlínico correspondiente, y luego de una larga espera e intensa “charla” de la doctora de turno, me hace una remisión para un hospital, fuera de los límites de mi municipio, que según me informó era el destinado para los casos de esa zona.

Cómo llegar allí era imposible para mi familia solo de 2 personas, (mi hermana de 70 años y mi esposo de 81), también gestionamos con otra amistad el ingreso en un centro hospitalario más cercano o al menos más accesible.  Cuando se fue a buscar la remisión, como no era para el hospital que había designado el policlínico la médico de guardia, se molestó y lo rompió.

Era el tercer día y después del recorrido anterior, llegué al hospital que me “resolvieron” en horas del mediodía y estuve hasta la noche en urgencias por falta de camas. Esperando llenaran papeles y tomaran datos, perdí el conocimiento. Cuando reaccioné estaba en una camilla, me aplicaban oxígeno, me instalaban un trócar con la advertencia de que era uno por paciente, porque no había más, así que tenía que cuidar de no moverme para evitar que se “saliera de vena”.  En la noche me trasladaron a una sala mixta, con unas 14 camas entre hombres y mujeres, yo era la de más edad en el lugar.
El ambiente no podía ser peor.  Jóvenes y no tan jóvenes como de campismo, fumando en la sala, botando las colillas de los cigarros debajo de las camas, con teléfonos y radios con música de reggaetón toda la noche, acompañantes que venían a bañarse en el único y sucio baño que había.  Los mosquiteros mugrientos colgaban de palos detrás de las camas, algunos dormían en el piso del balcón por el calor… definitivamente una sala de hospital en plena epidemia convertida en un campismo popular y de los peores.

Al día siguiente pedí que me llevaran de la casa una escoba, detergente, una frazada de piso, para al menos limpiar algo el inodoro y secar el agua que escurría por la tubería medio rota, creando un charco que había que sortear para entrar al lugar.
Sentarse en la taza era imposible. En cuclillas, sin tener cómo sujetarse, con una mano inmovilizada por el suero y el acompañante de turno (mi hermana o mi esposo) sirviendo de atril, era de una foto grotesca si no fuera por lo dramático del momento.
Un enfermero sin uniforme gritaba en otra sala que no tenía termómetros.  Por suerte llevé el mío, ya conocía de la escasez en los hospitales. Una señora invocaba por el pasillo no solo a los santos, también a los familiares de los enfermeros porque no le habían suministrado un medicamento.  De “truco” como decimos en buen cubano.

Mi acompañante salió buscando algún antipirético, y por suerte consiguió dos ámpulas de nuestra ya famosa Duralgina.   Una me la inyectaron, la otra la guardé como oro.
Toda esa noche estuve sentada porque era imposible dormir, pero comenzaron las diarreas.  Al parecer eran parte de la virosis, porque tampoco había comido nada en todo el día, solo un jugo y agua.
A la mañana siguiente, pasó visita una médico muy preocupada por no dejar sola su cartera, que al observar el entorno más que a mí, fue a buscar al jefe de la terapia intermedia para que me evaluara.

Por suerte, aquel médico llegó, echó un vistazo alrededor, le quitó la cajetilla de cigarros al provocador de la cama del frente que tenía a tres familiares con él, bañándose, comiendo, jugando, de vacaciones.  Y al poco rato el camillero con la única silla de ruedas del piso, me trasladó a una de las salitas de la Terapia Intermedia donde solo había 6 camas, pendiente de traslado a otra que solo tuviera casos ingresados de dengue.   Había enfermos con diferentes patologías, entre ellas un anciano alcohólico e infartado que falleció ese día.

Esa tarde me visitaron unos amigos, una pareja que tengo en alta estima, y es en ese tiempo que fallece el anciano.   Al rato llega el mismo sanitario de la silla, pero esta vez con una camilla para trasladar el cadáver, y como no podía solo ¿qué hace?  Le pide a mi acompañante y a la visita que lo ayuden con la camilla y el cuerpo.   Puro surrealismo antillano.

Al menos allí no había calor, más bien hacía frío y tuve que pedir abrigo y frazada porque se sentía a punto de congelación, pero era preferible.
El baño de esa salita, como la mayoría, sin agua. Había un envase plástico para llenar en una llave baja para poder descargar el inodoro, sin agua en la ducha, sin agua para tomar.
Todo lo que necesitas lo tienes que llevar de la casa, ropa de cama, objetos personales, cubiertos, vaso, agua de beber, comidas, papel higiénico, con qué limpiar las mesitas, el piso en muchos casos, y hasta jeringuillas.

La “limpieza” la realizaban temprano en la mañana convictas que trasladaban hasta el hospital y que con unos mililitros de agua y una frazada sucia “embarraban” el piso. Nada de detergente, nada de desinfectante, las patas de las mesas de noche, sucias de tiempo, nadie les pasó un paño, y el forro del colchón, no quise verlo.

Al siguiente día otro traslado, esta vez a la salita de enfermos de dengue, con 5 camas y un aire acondicionado polar.  Un baño con agua, pero sucio, muy manchado, sin lugar adecuado para bañarse, por lo que estuve seis días con diarreas y sin poder asearme debidamente, cinco sin comer a derecha, porque la virosis, aparte de todos los síntomas anteriores y el sube y baja de plaquetas diario, me descontroló el sistema digestivo, y no podía comer, solo agua o algún jugo. Me llevaban comidas desde la casa, pero llegaba fría a pesar de todo el esfuerzo por hacerme agradable el momento.
La dieta blanda del hospital era un agua de plátano burro con algo de malanga a la que no se le sentía el sabor.  Ni agua, ni jugos, un día ofertaron un yogurt aguado y caliente.
Seis días con un trócar en la misma mano, con sueros constantes, terminaron provocándome una flebitis que me estuvo molestando más de 10 días, después que lo retiraron.
La hija viajó desde el extranjero con suministros médicos, entre ellos trócares, alimentos, y medicamentos. Me cambiaron el que llevaba seis días y empeoró la otra mano, pues lo colocaron mal, y la flebitis fue en ambas.
Sería injusto no reconocer la atención médica. A diario tomaban muestra para análisis de sangre, revisión de signos vitales, (aunque la temperatura me la preguntaban), US una vez para comprobar que no había afectación en órganos importantes, y plaquetas, muchos conteos de plaquetas.
Las plaquetas bajaron hasta 48 de 150 que es el mínimo. Afortunadamente no tuve sangramiento alguno, y al 5to día me tomaron muestras de sangre para confirmar si era dengue o no, y que sería enviada al área de salud.   Nunca la recibí.
El día del alta médica, me habían hecho temprano la analítica de sangre, pero el resultado estaría en la tarde, por lo que quedamos en que al día siguiente la recogería.

Más pronto que tarde recogimos todo y para casa, un baño de casi una hora, para desinfectarme bien, una sopa caliente y una cama limpia y mullida, que la del hospital estaba realmente incómoda, más bien era una camilla convertida en cama, estrecha y con un colchón durísimo en el que había que mantenerse en una sola posición.
Al día siguiente, y con la casa llena de amigos, llaman del hospital que fuera urgente, que la analítica había que repetirla… Vuelta a buscar un transporte o un amigo que nos llevara.  Iba dispuesta a que fuera lo que fuera allí no me quedaba más.
De nuevo a la sala de terapia, otra vez al laboratorio, otra muestra y resultó que… estaba equivocado el resultado anterior, y era suficiente para reponerme en casa.  Reposo por 15 o más días, y nada de jardín…por si otro infeliz mosquito se equivocaba de rumbo y venía de nuevo a parar a mis hematíes, que no inmuniza tener la enfermedad una vez.

No contabilicé lo que representó dar viajes en autos de alquiler privados, porque los estatales no están disponibles, llevando comidas. Las veces que fue necesario ir a hospitales, laboratorios, policlínicos, y demás.  La modesta pensión de dos profesionales jubilados, no alcanzó para cubrir la mitad de los gastos. 
Estoy lejos de esos días, pero no dejo de pensar en cómo se podrá combatir este nuevo virus desconocido, insidioso, agresivo, por muy buenas intenciones y empeño que la salud pública ponga en juego, sin la protección adecuada, sin los recursos materiales, con instalaciones deterioradas al extremo de no contar, en su mayoría, ni con agua en sus redes hidráulicas, sin la alimentación requerida no solo para los enfermos, sino para el personal de asistencia, médicos, enfermeros, técnicos.     Será un milagro que espero que ocurra por el bien de todos.