Un
buen amigo me preguntó cómo iba a titular la publicación en la que narraría mi
experiencia como paciente contaminada con el virus del Dengue…Quedamos en que
la nombraría PLAQUETARIAS. (Por aquello de las plaquetas que bajan y
suben).
No
es agradable rememorar esos días de enfermedad, pero afortunadamente puedo
contarlos, como también quisiera hacerlo con la Covid-19 que afecta de manera
cruel al mundo y de la que somos la tercera edad “plato fuerte” para el virus.
Desde
la década de los años 80 del siglo pasado, el Dengue llegó a Cuba para
quedarse. En mi niñez y juventud era una enfermedad desconocida, nadie
habló de ella, era “de otra parte” no era de nosotros. Mis padres no la
conocían.
Actualmente
y gracias a su total adaptación y a pesar de que fue un sabio cubano el
descubridor del agente transmisor, el Aedes-aegypti ya es parte del
folklore de la isla.
Por
primera vez he sido “mordida, picada, por un “Aedes”. Mi vivienda está
protegida con mallas antimosquitos, tengo la precaución de fumigar con el
insecticida que esté a mano de acuerdo al momento económico que viva el
país. Esta vez fue un producto nacional nombrado “Lo Maté”, del que pude
adquirir varios frascos en otra provincia, porque también escaseaba, y que
resultó eficaz eliminando insectos y produciendo coriza.
Pero
un nefasto día algún mosquito infectado, perdido entre las plantas del jardín,
o huésped en la casa del vecino a la que no tengo acceso para controlar su
higiene, desvió su ruta y vino a alimentarse con mis ya cansados
hematíes. Conclusión, me “inyectó” con una de las cuatro
cepas de Dengue que actualmente circulan en el país infectando a la población.
Sin
previo aviso, aparecen todos los síntomas descritos: fiebre, dolor
retro-ocular, de cabeza, articular, decaimiento, sudoración, y ahí comienza.
La
epidemia se esparcía por todo el país hacía meses, los hospitales destinados
para los ingresos de enfermos de dengue estaban saturados, habían acondicionado
algunos de ellos con los escasos recursos con que cuenta la salud
pública. Había enfermos y fallecimientos.
Al
segundo día de presentar síntomas, envié por el médico del consultorio familiar
al que le corresponde visitarme, y respondió que “no se responsabilizaba” con
alguien con fiebre y dolor de cabeza en la vivienda, sin saber si era una
amigdalitis o un derrame cerebral. Eligió no visitar a un enfermo de la tercera
edad de su área de salud.
Una
amistad me llevó al laboratorio de un centro hospitalario para una analítica
sanguínea y ya tenía las plaquetas ligeramente por debajo del límite inferior,
y un leucograma comprometido. Con este resultado fui a urgencias, al
policlínico correspondiente, y luego de una larga espera e intensa “charla” de
la doctora de turno, me hace una remisión para un hospital, fuera de los
límites de mi municipio, que según me informó era el destinado para los casos
de esa zona.
Cómo llegar
allí era imposible para mi familia solo de 2 personas, (mi hermana de 70 años y
mi esposo de 81), también gestionamos con otra amistad el ingreso en un centro
hospitalario más cercano o al menos más accesible. Cuando se fue a buscar
la remisión, como no era para el hospital que había designado el policlínico la
médico de guardia, se molestó y lo rompió.
Era
el tercer día y después del recorrido anterior, llegué al hospital que me
“resolvieron” en horas del mediodía y estuve hasta la noche en urgencias por
falta de camas. Esperando llenaran papeles y tomaran datos, perdí el
conocimiento. Cuando reaccioné estaba en una camilla, me aplicaban oxígeno, me
instalaban un trócar con la advertencia de que era uno por paciente, porque no
había más, así que tenía que cuidar de no moverme para evitar que se “saliera
de vena”. En la noche me trasladaron a una sala mixta, con unas 14 camas
entre hombres y mujeres, yo era la de más edad en el lugar.
El
ambiente no podía ser peor. Jóvenes y no tan jóvenes como de campismo,
fumando en la sala, botando las colillas de los cigarros debajo de las camas,
con teléfonos y radios con música de reggaetón toda la noche, acompañantes que
venían a bañarse en el único y sucio baño que había. Los mosquiteros
mugrientos colgaban de palos detrás de las camas, algunos dormían en el piso
del balcón por el calor… definitivamente una sala de hospital en plena epidemia
convertida en un campismo popular y de los peores.
Al
día siguiente pedí que me llevaran de la casa una escoba, detergente, una
frazada de piso, para al menos limpiar algo el inodoro y secar el agua que
escurría por la tubería medio rota, creando un charco que había que sortear
para entrar al lugar.
Sentarse
en la taza era imposible. En cuclillas, sin tener cómo sujetarse, con una mano
inmovilizada por el suero y el acompañante de turno (mi hermana o mi esposo)
sirviendo de atril, era de una foto grotesca si no fuera por lo dramático del
momento.
Un
enfermero sin uniforme gritaba en otra sala que no tenía termómetros. Por
suerte llevé el mío, ya conocía de la escasez en los hospitales. Una señora
invocaba por el pasillo no solo a los santos, también a los familiares de los
enfermeros porque no le habían suministrado un medicamento. De “truco”
como decimos en buen cubano.
Mi
acompañante salió buscando algún antipirético, y por suerte consiguió dos
ámpulas de nuestra ya famosa Duralgina. Una me la inyectaron, la otra la
guardé como oro.
Toda
esa noche estuve sentada porque era imposible dormir, pero comenzaron las
diarreas. Al parecer eran parte de la virosis, porque tampoco había
comido nada en todo el día, solo un jugo y agua.
A la
mañana siguiente, pasó visita una médico muy preocupada por no dejar sola su
cartera, que al observar el entorno más que a mí, fue a buscar al jefe de la
terapia intermedia para que me evaluara.
Por
suerte, aquel médico llegó, echó un vistazo alrededor, le quitó la cajetilla de
cigarros al provocador de la cama del frente que tenía a tres familiares con
él, bañándose, comiendo, jugando, de vacaciones. Y al poco rato el
camillero con la única silla de ruedas del piso, me trasladó a una de las
salitas de la Terapia Intermedia donde solo había 6 camas, pendiente de
traslado a otra que solo tuviera casos ingresados de dengue. Había enfermos con
diferentes patologías, entre ellas un anciano alcohólico e infartado que
falleció ese día.
Esa
tarde me visitaron unos amigos, una pareja que tengo en alta estima, y es en
ese tiempo que fallece el anciano. Al rato llega el mismo sanitario
de la silla, pero esta vez con una camilla para trasladar el cadáver, y como no
podía solo ¿qué hace? Le pide a mi acompañante y a la visita que lo
ayuden con la camilla y el cuerpo. Puro surrealismo antillano.
Al
menos allí no había calor, más bien hacía frío y tuve que pedir abrigo y
frazada porque se sentía a punto de congelación, pero era preferible.
El
baño de esa salita, como la mayoría, sin agua. Había un envase plástico para
llenar en una llave baja para poder descargar el inodoro, sin agua en la ducha,
sin agua para tomar.
Todo
lo que necesitas lo tienes que llevar de la casa, ropa de cama, objetos
personales, cubiertos, vaso, agua de beber, comidas, papel higiénico, con qué
limpiar las mesitas, el piso en muchos casos, y hasta jeringuillas.
La
“limpieza” la realizaban temprano en la mañana convictas que trasladaban hasta
el hospital y que con unos mililitros de agua y una frazada sucia “embarraban”
el piso. Nada de detergente, nada de desinfectante, las patas de las mesas de
noche, sucias de tiempo, nadie les pasó un paño, y el forro del colchón, no
quise verlo.
Al
siguiente día otro traslado, esta vez a la salita de enfermos de dengue, con 5
camas y un aire acondicionado polar. Un baño con agua, pero sucio, muy
manchado, sin lugar adecuado para bañarse, por lo que estuve seis días con
diarreas y sin poder asearme debidamente, cinco sin comer a derecha, porque la
virosis, aparte de todos los síntomas anteriores y el sube y baja de plaquetas diario,
me descontroló el sistema digestivo, y no podía comer, solo agua o algún jugo.
Me llevaban comidas desde la casa, pero llegaba fría a pesar de todo el
esfuerzo por hacerme agradable el momento.
La
dieta blanda del hospital era un agua de plátano burro con algo de malanga a la
que no se le sentía el sabor. Ni agua, ni jugos, un día ofertaron un
yogurt aguado y caliente.
Seis
días con un trócar en la misma mano, con sueros constantes, terminaron
provocándome una flebitis que me estuvo molestando más de 10 días, después que
lo retiraron.
La
hija viajó desde el extranjero con suministros médicos, entre ellos trócares,
alimentos, y medicamentos. Me cambiaron el que llevaba seis días y empeoró la
otra mano, pues lo colocaron mal, y la flebitis fue en ambas.
Sería
injusto no reconocer la atención médica. A diario tomaban muestra para análisis
de sangre, revisión de signos vitales, (aunque la temperatura me la
preguntaban), US una vez para comprobar que no había afectación en órganos
importantes, y plaquetas, muchos conteos de plaquetas.
Las
plaquetas bajaron hasta 48 de 150 que es el mínimo. Afortunadamente no tuve
sangramiento alguno, y al 5to día me tomaron muestras de sangre para confirmar si era
dengue o no, y que sería enviada al área de salud. Nunca la recibí.
El
día del alta médica, me habían hecho temprano la analítica de sangre, pero el
resultado estaría en la tarde, por lo que quedamos en que al día siguiente la
recogería.
Más
pronto que tarde recogimos todo y para casa, un baño de casi una hora, para
desinfectarme bien, una sopa caliente y una cama limpia y mullida, que la del
hospital estaba realmente incómoda, más bien era una camilla convertida en
cama, estrecha y con un colchón durísimo en el que había que mantenerse en una
sola posición.
Al
día siguiente, y con la casa llena de amigos, llaman del hospital que fuera
urgente, que la analítica había que repetirla… Vuelta a buscar un transporte o
un amigo que nos llevara. Iba dispuesta a que fuera lo que fuera allí no
me quedaba más.
De
nuevo a la sala de terapia, otra vez al laboratorio, otra muestra y resultó
que… estaba equivocado el resultado anterior, y era suficiente para
reponerme en casa. Reposo por 15 o más días, y nada de jardín…por si otro
infeliz mosquito se equivocaba de rumbo y venía de nuevo a parar a mis
hematíes, que no inmuniza tener la enfermedad una vez.
No
contabilicé lo que representó dar viajes en autos de alquiler privados, porque
los estatales no están disponibles, llevando comidas. Las veces que fue
necesario ir a hospitales, laboratorios, policlínicos, y demás. La
modesta pensión de dos profesionales jubilados, no alcanzó para cubrir la mitad
de los gastos.
Estoy
lejos de esos días, pero no dejo de pensar en cómo se podrá combatir este nuevo
virus desconocido, insidioso, agresivo, por muy buenas intenciones y empeño que
la salud pública ponga en juego, sin la protección adecuada, sin los recursos
materiales, con instalaciones deterioradas al extremo de no contar, en su
mayoría, ni con agua en sus redes hidráulicas, sin la alimentación requerida no
solo para los enfermos, sino para el personal de asistencia, médicos,
enfermeros, técnicos. Será un milagro que espero que ocurra por
el bien de todos.
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