Durante más de un
año el amor y las delicias coronaron la ardiente pasión del monarca. De su unión secreta con Xóchitl,
resultó un niño hermoso como los padres que le dieron el ser. Se le puso por
nombre Meconetzin (hijo del maguey) aludiendo a que esta planta fue el
origen de estos afortunados amores.
El padre de la
joven que había concebido ya sospechas, y que sobre todo deseaba ver a su hija,
de la cual había estado separado cerca de dos años, se disfrazó de mercader y
logró introducirse al palacio de Palpan hasta llegar a la que encontró
con un niño en los brazos.
Las costumbres
puras y sencillas de los primeros Toltecas no podían menos de convertir
tales lances amorosos en motivo de escándalo y aun de crimen, así es que Papantzin
no contuvo su cólera e indignación, y con la conciencia y el derecho de un
padre engañado y ofendido, se presentó a reclamar al rey la honra de su hija.
El rey, más con el lenguaje de un enamorado que con el tono altivo de un
monarca, procuró disculparse y prometió distinguir a su noble querida, y fijar
en su hijo la sucesión de la corona. Colmó de presentes al ofendido viejo y le
prometió que cuidaría de reparar su honor en la primera oportunidad.
El monarca era
casado. Falleció la reina, se llevó a Xóchitl
y a su hijo a su residencia y según algunos autores, se casó con ella.
En pocos años el hijo
del maguey fue un joven gallardo, entendido, inclinado al gobierno del
reino y a la guerra. Habiendo concluido su padre el período de su reinado que
debía ser de 52 años, mandó que fuese reconocido como sucesor su hijo, que se
llamó más tarde Topiltzin o el justiciero, y entregó el gobierno a Xóchitl,
la que se condujo como una mujer llena de prudencia, de talento y de virtudes, captándose
el amor y respeto de todos sus súbditos.
Sin embargo, tres
señores o Régulos poderosos de la corte, bajo el pretexto de la
irregularidad de la sucesión, rehusaron reconocer como soberano al hijo de Xóchitl.
Permanecieron quietos mucho tiempo, pero al fin declararon abiertamente su
rebelión y, unidos, reunieron un numeroso ejército y se encaminaron a batir a Topiltzin
hasta las puertas mismas de su capital.
Hubo una tregua de
diez años; pero terminada ésta, comenzó la guerra más encarnizada y formidable
por ambas partes. El monarca Tolteca peleó siempre con valor y con
fortuna durante tres años, pero a la plaga de la guerra se añadieron la peste y
el hambre que diezmaron a todas las poblaciones del imperio, las que débiles y
faltas de todo recurso fueron sucesivamente cayendo en poder del enemigo, que
todo lo llevaban a sangre y fuego.
En cuanto a Xóchitl,
fiel a sus costumbres y a su raza, y con todo el noble orgullo de una gran
señora, jamás se doblegó ni a las circunstancias ni a los peligros. Sus faltas,
si las tuvo, las expió sobradamente con una serie no interrumpida de
sufrimientos durante todo el tiempo de la guerra. Animosa y fuerte no hubo
riesgo que no enfrentase ni dificultad que no procurase vencer por afirmar los
derechos y el trono de su hijo, hasta que, abandonada enteramente de la suerte,
cayó muerta al lado de su esposo Tepancaltzin en una de las últimas
batallas que señalaron la completa destrucción y ruina del Imperio Tolteca.
Los vencedores estaban de tal manera extenuados al tiempo de obtener el
triunfo, que lejos de poder reconstruir la monarquía que habían destruido, a
duras penas pudieron retirarse a sus tierras.
Topiltzin se refugió en la corte
Chichimeca y jamás quiso volver a los lugares que fueron testigos de su
brillo pasajero y de su completa desgracia. El país por algunos años quedó
aniquilado y desierto hasta que vinieron a poblarlo otras razas procedentes de
los desconocidos países del Norte y formaron otro nuevo y poderoso Imperio.
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