domingo, 28 de abril de 2019

VISITA AL MUSEO DOLORES OLMEDO-2

     Así, en un domingo de verano, llegamos a la antigua hacienda conocida como La Noria, al sur de la ciudad, donde está instalado el museo Dolores Olmedo, que exhibe sus colecciones e historia en una edificación de finales del siglo XVI y principios del XVII, que servía de vivienda a los habitantes del lugar. 
     Dolores Olmedo y Patiño (1908-2002) mecenas de Diego Rivera y Frida Kahlo, donó al gobierno de la Ciudad de México su hacienda y propiedades para perpetuar la obra de sus protegidos. 139 trabajos de Rivera, 25 obras de Frida, así como creaciones de Angelina Beloff, la compañera sentimental de Diego Rivera durante su estancia en Europa y de Pablo O’Higgins, que fuera su asistente en varias obras, se exhiben en las diferentes salas acomodadas en las habitaciones de la vivienda. Muestras del arte popular mexicano, fotos, porcelanas, objetos de marfil y retratos pertenecientes a Doña Lola, cuando habitaba la casona, se pueden apreciar en este singular museo. 
     Se dice que el entonces esposo de Doña Dolores quiso retirar un par de obras en las que posaba desnuda porque no confiaba en la buena fe de Rivera, el sapo, como le decían los amigos. Rivera era nativo de Guanajuato, conocida como “Tierra de Sapos”, de ahí su apodo, aunque la comparación no estaba muy lejos de su físico. 

     Después de estacionar el auto, caminamos por una calle empedrada hasta llegar a la entrada. Pasamos bajo un arco con grandes puertas de madera y bronce que dan acceso a una calzada también de piedras con su correspondiente tienda para la venta de artesanías y souvenirs, invitando al visitante a llevar un recuerdo del lugar. Amplios jardines a ambos lados de la calle exhiben plantas de maguey, chayas y ahuehuetes entre otras representativas de la flora autóctona. Pavos reales y perros xoloitzcuintles (Xolos), dan la bienvenida al ambiente mexicano del lugar. 
      Jóvenes estudiantes de historia y voluntarios sirven de guías, y ofrecen facilidades a las personas con discapacidad. Están eliminadas las barreras arquitectónicas en todos los espacios a recorrer para dar seguridad a los adultos mayores. Hay baños o sanitarios muy limpios, cafeterías, expendio de aguas y refrescos, bancos para el descanso. Todo está pensado en el lugar para que el día resulte placentero. 

     La casona es inmensa, de la arquitectura clásica colonial, con bellos balcones enrejados y grandes habitaciones que hoy sirven de salones de exposición, aunque algunas me resultaron claustrofóbicas por lo pequeño de las puertas y las ventanas. En una capilla aledaña, donde se realizaban las ceremonias religiosas para los habitantes de la hacienda, también exhiben reliquias de la época muy bien conservadas, y al parecer aún se realizan cultos, porque vimos preparativos y ornamentos que así lo indican. 

     Recorrimos las doce salas habilitadas, en las que se incluyen las habitaciones que la señora Olmedo ocupó hasta su fallecimiento. Una mezcla de obras pictóricas, retratos, recuerdos y souvenirs de todas partes del mundo al que la dueña viajó, haciendo énfasis en las obras de sus favoritos, Frida y Diego. 
     Doña Lola era criadora de Xolos, el perro pelón mexicano o perro azteca y en la hacienda se conserva un recinto donde se crían ejemplares de esta joya arqueológica viviente, compañero y guía de su dueño hasta el Mictlán o inframundo según la leyenda azteca. De estos perros y su leyenda, será necesario un capítulo. 
     Esta fue la primera vez que visitamos el museo. En ocasiones posteriores llevamos a amigos a que conocieran el lugar. También asistimos en este mismo lugar, a una muestra de obras procedentes del museo El Louvre, que para mi gusto no fue una experiencia muy placentera. Los cuadros expuestos estaban cubiertos de varias capas de barniz, en pequeños espacios, con fuertes olores que revolvieron mi alergia y me provocaron estornudos y malestar. 

     Las niñas disfrutaron el día, sobre todo con la contemplación de los pavos reales, los perros, el ambiente y los helados. Aún no pueden apreciar lo expuesto, pero se van acostumbrando a visitar sitios de interés que les irán cultivando y enriqueciendo espiritualmente. La naturaleza y el arte se armonizan en este lugar para crear una atmósfera relajante. 
     Pasado el mediodía, salimos del museo y visitamos el mercado de Xochimilco. En uno de sus tantos negocios de comidas, degustamos “antojitos” mexicanos. En pequeños locales los nacionales brindan “de todo” como decimos en Cuba. Ese día tomamos “pozole”, comimos “tacos al pastor”, aguas de Jamaica para refrescar, y para terminar el día, una buena caminata de regreso hasta el estacionamiento. Esta vez no visitamos los viveros, quedaban algo lejos y el objetivo era el museo. Cansados, pero satisfechos del paseo dominical, estamos listos para emprender otra semana. 


















VISITA AL MUSEO DOLORES OLMEDO-1


     El fin de semana suele ser complicado. Es necesario solucionar en solo dos días las tareas pendientes para que la siguiente semana fluya sin contratiempos. Se destinan muchas horas visitando supermercados y tianguis por los abastecimientos necesarios, al paseo de la perrita para que se ejercite, a socializar con los amigos si se ha programado algún “fetecún” como decimos en Cuba. Y si hay alguna cita médica pendiente, también se gestiona en esos días.  A veces no alcanzan el sábado y el domingo.
     Pero esta vez logramos cumplimentar todas las labores en un día, y resolvimos invitar a una joven amiga y a su pequeña niña para visitar uno de los museos emblemáticos de la Ciudad de México.

    

domingo, 14 de abril de 2019

EL REGRESO.


     En Mérida no encontramos alojamiento para todos, eran pasadas las doce de la noche, y decidimos poner rumbo al DF después de una semana de intensas experiencias. Atrás quedaban ciudades mayas, cenotes, parques temáticos, pirámides, selvas, playas, rías, historia, tradiciones y leyendas de un pasado que todavía no ha mostrado al mundo actual todo su esplendor.
     El viaje de regreso fue muy cansado, el día había sido intenso, de mucho calor, y todos estábamos fatigados. Los choferes se fueron turnando a la hora de conducir la camioneta. el resto de los pasajeros nos acomodamos como fue posible y dormitamos un poco.  Los mayores teníamos los pies hinchados, como bolas, de estar sentados durante tantas horas.
    Al amanecer cruzamos por un largo puente sobre una bahía, el cartel de identificación decía Zacatal, pero ya a estas alturas ni sabía por donde estábamos.
    Eran las diez de la mañana cuando entramos a Villa Hermosa e hicimos un alto para desayunar, y acondicionar el vehículo de provisiones y gasolina.  Faltaban setecientos kilómetros por rodar.
     Nombres como Cárdenas, Coatzacoalcos, Tonalá, Cosoleacaque, Acayucan, Minatitlán y similares, aparecen constantemente en las verdes señales que piden precaución, topes que reducen la velocidad, puestos de control policial y zoo fitosanitarios  se suceden a través del recorrido de un estado a otro. 
     A la altura de la caseta de peaje Veracruz-Acayucan comenzó un aguacero como los que abundan por estas regiones. Eran las tres de la tarde. Tres horas después comenzamos a divisar en la lejanía las siluetas de las zonas montañosas a las que retornábamos. 
     Hicimos un alto en la caseta de peaje de Córdoba para tomar un buen café y estirar un poco las piernas.  Entramos al estado de Puebla, a las siete  y ya era visible, el pico Orizaba, una elevación representativa de este territorio.
  Comenzó un tramo bastante largo de curvas peligrosas, complicada con lluvias y una niebla tan espesa que impedía la visibilidad a dos metros de distancia.  Esta parte del recorrido fue muy tensa, nuestros choferes eran precavidos, pero llevaban horas conduciendo y durmiendo a ratos en un asiento de la camioneta.  Sentimos un gran alivio cuando dejamos atrás ese tramo de autopista.
    En poco tiempo estaríamos en el Estado de México, serían las diez de la noche y el reloj que marca el kilometraje del coche indicaba cuatro mil seiscientos noventa y ocho kilómetros recorridos.  Llegamos a la casa después de las doce, ya era día primero de agosto.
     En los viajes largos, llevábamos una o dos neveras portátiles con jugos, refrescos, agua, galletas, para no detenernos mucho tiempo entre un destino y otro.
    Quedaba pendiente visitar Chichén Itzá.  Estamos listos para la próxima aventura, que esperamos sea pronto.




    
    
   


   
   
   




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martes, 9 de abril de 2019

RIO LAGARTOS, 31 de julio de 2010


      Camino a Mérida, un señalamiento en la carretera indicaba un desvío en dirección a un paraje Reserva Natural de la Biosfera.      Estábamos en verano, las tardes eran largas, había tiempo de visitar el lugar antes de que anocheciera, y sin pensarlo mucho enderezamos el rumbo hacia RIO LAGARTOS.
     Llegamos alrededor de las cinco, con buen sol.  Encontramos un pueblo de pescadores a la orilla de una RIA, (mezcla de agua dulce de “ojos de agua” con el agua salada de un enorme brazo de mar), un sitio tranquilo, saludable, solícito y amable con los visitantes.
La zona que fue declarada Reserva de la Biosfera en el año de 1979 es más extensa que la ría propiamente dicha y cuenta con 60.348 hectáreas de superficie en los que se reproducen más de 250 especies de aves acuáticas.
     Un largo malecón amparaba muelles de madera donde atracaban embarcaciones, tanto de remos como con motor fuera de borda que hacían la travesía navegando por el lago hasta la salida al mar, con el práctico como anfitrión y guía turístico.  Un paseo en el que se recorrían unos veinte kilómetros y duraba más de media hora, de ida como de regreso.
     Abordamos dos lanchas con sus correspondientes timoneles-guías.  El viaje resultó hermoso.  Navegamos a través de un extenso brazo de mar bordeado de manglares, observando la gran diversidad de aves acuáticas que habitaban en la ría, y un criadero de flamencos rosados que anidaban en el lago y elevaban el vuelo al paso de las embarcaciones.
    El guía era un poblador del lugar y nos explicaba que hay lagartos (cocodrilos) pero es difícil verlos por el día.   Se esconden en las orillas entre los manglares.   Por ese motivo ofrecen excursiones nocturnas para el que quiera verlos.  No vimos ninguno en el trayecto, creo que fue una suerte porque el borde de la lancha iba a ras del agua, y tropezarlos cara a cara habría sido desagradable.
     El piloto iba guiando el bote sorteando bajos, y con frecuencia apagaba el motor para no asustar a las aves en sus parajes de anidamiento.  Contemplamos garzas, pelícanos, cormoranes, cigüeñas y águilas pescadoras en plena acción, que en la tarde y con el sol bajando en el horizonte, salían de nidos y escondrijos a buscar alimento.   Capturamos un cangrejo cazuela, o cucaracha marina, considerado un fósil viviente, y tuvimos la oportunidad de observarlo bien cerca antes de regresarlo al agua.
      Nos llamó mucho la atención, cuando vimos a los pasajeros de las barcas que volvían del recorrido que parecían fantasmas, embadurnados de algo blanco.
     Al final del viaje, en la otra orilla, nos encontramos con una salina. Tenía más de quinientos metros de ancho de una arcilla gris, compuesta de una mezcla de arena, algas y sales minerales.
     Atravesamos el espacio sin zapatos, hundiendo los pies en aquel barro blanquecino, semejante a una mezcla de cemento blanco que nos cubría hasta los tobillos y llegamos a unos canales con el agua de un bello color rosado, por efecto de la alta concentración del mineral.
    Explicaba nuestro guía que la elevada salinidad de las aguas hace posible nadar y no hundirse.   Y para comprobarlo algunos se acostaron en el agua rosada y poco profunda, experimentando el placer de flotar sin esfuerzo.  Yo no llevaba la trusa, por lo que solo caminé con el agua hasta las rodillas, estaba caliente, muy buena para una terapia de sales.
   El ritual, que nombraban “El Baño Maya”, consistía en bañarse primero en los canales de la salina y después frotarse el barro blanquecino por todo el cuerpo, regresar “empanizado” y bañarse en las aguas de un cenote que había cerca del malecón donde atracaban las lanchas.
     Todos disfrutamos del baño, del lodo exfoliante, y no resistí la tentación de llevar a casa una bolsa con un poco de aquél “fango milagroso” para posteriores tratamientos de belleza.  Regresamos embadurnados de algas y sal, pero una vez enjuagados con el agua dulce y fresca, la piel quedaba suave, limpia, renovada.
     En una de las tantas veces que subí y bajé de muelles y lanchas, me lesioné una rodilla y aún estoy padeciendo las secuelas.  En lugares así se pierde la noción de los años y las limitaciones. Para el próximo paseo tendré que recordar que algunos movimientos están vedados para ciertas edades.
   A orillas del malecón del poblado había pequeños restaurantes y negocios de ventas de comidas, así como alojamientos para los paseantes.  Cansados y hambrientos “anclamos” en uno que se llamaba La Gaviota. Ofertaban pescado fresco y unos camarones criados en el lago que casi saltaban del estanque al plato.
   Luego de una buena comida, satisfechos, y renovadas las fuerzas, nos sentamos en el malecón a deliberar el rumbo a tomar.  Valoramos quedarnos en el pueblo y al día siguiente visitar en la mañana la zona arqueológica de Chichén Itzá, y en la tarde regresar al DF.   Recorrimos el poblado buscando alojamiento, pero solo había disponibles dos habitaciones con una cama cada una… ¡para doce personas!  Era imposible acomodarse allí.
     Pasar la noche en Mérida era una opción y hacia allá partimos pasadas las diez.    Fatigados, adormecidos y deseosos de un baño de ducha, entramos a la ciudad a medianoche y comenzamos a buscar hospedaje.  No encontramos nada apropiado acorde con el presupuesto disponible, todo estaba ocupado.  Evaluamos explorar en   otra ciudad, pero era arriesgarse a pasar la madrugada buscando albergue, por lo que decidimos continuar viaje de regreso al DF.  Era el destino final del itinerario, y las vacaciones concluían.  Chichén Itzá quedaba para otra excursión.
      Salimos de Mérida el día treinta y uno de julio del año dos mil diez  a medianoche y llegamos al DF pasadas las doce de la noche del primero de agosto.
 Fotos de la autora.
Revisión de estilo. Nilda Bouzot