Así, en un domingo de verano, llegamos a la antigua hacienda conocida como La Noria, al sur de la ciudad, donde está instalado el museo Dolores Olmedo, que exhibe sus colecciones e historia en una edificación de finales del siglo XVI y principios del XVII, que servía de vivienda a los habitantes del lugar.
Dolores Olmedo y Patiño (1908-2002) mecenas de Diego Rivera y Frida Kahlo, donó al gobierno de la Ciudad de México su hacienda y propiedades para perpetuar la obra de sus protegidos. 139 trabajos de Rivera, 25 obras de Frida, así como creaciones de Angelina Beloff, la compañera sentimental de Diego Rivera durante su estancia en Europa y de Pablo O’Higgins, que fuera su asistente en varias obras, se exhiben en las diferentes salas acomodadas en las habitaciones de la vivienda. Muestras del arte popular mexicano, fotos, porcelanas, objetos de marfil y retratos pertenecientes a Doña Lola, cuando habitaba la casona, se pueden apreciar en este singular museo.
Se dice que el entonces esposo de Doña Dolores quiso retirar un par de obras en las que posaba desnuda porque no confiaba en la buena fe de Rivera, el sapo, como le decían los amigos. Rivera era nativo de Guanajuato, conocida como “Tierra de Sapos”, de ahí su apodo, aunque la comparación no estaba muy lejos de su físico.
Después de estacionar el auto, caminamos por una calle empedrada hasta llegar a la entrada. Pasamos bajo un arco con grandes puertas de madera y bronce que dan acceso a una calzada también de piedras con su correspondiente tienda para la venta de artesanías y souvenirs, invitando al visitante a llevar un recuerdo del lugar. Amplios jardines a ambos lados de la calle exhiben plantas de maguey, chayas y ahuehuetes entre otras representativas de la flora autóctona. Pavos reales y perros xoloitzcuintles (Xolos), dan la bienvenida al ambiente mexicano del lugar.
Jóvenes estudiantes de historia y voluntarios sirven de guías, y ofrecen facilidades a las personas con discapacidad. Están eliminadas las barreras arquitectónicas en todos los espacios a recorrer para dar seguridad a los adultos mayores. Hay baños o sanitarios muy limpios, cafeterías, expendio de aguas y refrescos, bancos para el descanso. Todo está pensado en el lugar para que el día resulte placentero.
La casona es inmensa, de la arquitectura clásica colonial, con bellos balcones enrejados y grandes habitaciones que hoy sirven de salones de exposición, aunque algunas me resultaron claustrofóbicas por lo pequeño de las puertas y las ventanas. En una capilla aledaña, donde se realizaban las ceremonias religiosas para los habitantes de la hacienda, también exhiben reliquias de la época muy bien conservadas, y al parecer aún se realizan cultos, porque vimos preparativos y ornamentos que así lo indican.
Recorrimos las doce salas habilitadas, en las que se incluyen las habitaciones que la señora Olmedo ocupó hasta su fallecimiento. Una mezcla de obras pictóricas, retratos, recuerdos y souvenirs de todas partes del mundo al que la dueña viajó, haciendo énfasis en las obras de sus favoritos, Frida y Diego.
Doña Lola era criadora de Xolos, el perro pelón mexicano o perro azteca y en la hacienda se conserva un recinto donde se crían ejemplares de esta joya arqueológica viviente, compañero y guía de su dueño hasta el Mictlán o inframundo según la leyenda azteca. De estos perros y su leyenda, será necesario un capítulo.
Esta fue la primera vez que visitamos el museo. En ocasiones posteriores llevamos a amigos a que conocieran el lugar. También asistimos en este mismo lugar, a una muestra de obras procedentes del museo El Louvre, que para mi gusto no fue una experiencia muy placentera. Los cuadros expuestos estaban cubiertos de varias capas de barniz, en pequeños espacios, con fuertes olores que revolvieron mi alergia y me provocaron estornudos y malestar.
Las niñas disfrutaron el día, sobre todo con la contemplación de los pavos reales, los perros, el ambiente y los helados. Aún no pueden apreciar lo expuesto, pero se van acostumbrando a visitar sitios de interés que les irán cultivando y enriqueciendo espiritualmente. La naturaleza y el arte se armonizan en este lugar para crear una atmósfera relajante.
Pasado el mediodía, salimos del museo y visitamos el mercado de Xochimilco. En uno de sus tantos negocios de comidas, degustamos “antojitos” mexicanos. En pequeños locales los nacionales brindan “de todo” como decimos en Cuba. Ese día tomamos “pozole”, comimos “tacos al pastor”, aguas de Jamaica para refrescar, y para terminar el día, una buena caminata de regreso hasta el estacionamiento. Esta vez no visitamos los viveros, quedaban algo lejos y el objetivo era el museo. Cansados, pero satisfechos del paseo dominical, estamos listos para emprender otra semana.
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