domingo, 14 de abril de 2019

EL REGRESO.


     En Mérida no encontramos alojamiento para todos, eran pasadas las doce de la noche, y decidimos poner rumbo al DF después de una semana de intensas experiencias. Atrás quedaban ciudades mayas, cenotes, parques temáticos, pirámides, selvas, playas, rías, historia, tradiciones y leyendas de un pasado que todavía no ha mostrado al mundo actual todo su esplendor.
     El viaje de regreso fue muy cansado, el día había sido intenso, de mucho calor, y todos estábamos fatigados. Los choferes se fueron turnando a la hora de conducir la camioneta. el resto de los pasajeros nos acomodamos como fue posible y dormitamos un poco.  Los mayores teníamos los pies hinchados, como bolas, de estar sentados durante tantas horas.
    Al amanecer cruzamos por un largo puente sobre una bahía, el cartel de identificación decía Zacatal, pero ya a estas alturas ni sabía por donde estábamos.
    Eran las diez de la mañana cuando entramos a Villa Hermosa e hicimos un alto para desayunar, y acondicionar el vehículo de provisiones y gasolina.  Faltaban setecientos kilómetros por rodar.
     Nombres como Cárdenas, Coatzacoalcos, Tonalá, Cosoleacaque, Acayucan, Minatitlán y similares, aparecen constantemente en las verdes señales que piden precaución, topes que reducen la velocidad, puestos de control policial y zoo fitosanitarios  se suceden a través del recorrido de un estado a otro. 
     A la altura de la caseta de peaje Veracruz-Acayucan comenzó un aguacero como los que abundan por estas regiones. Eran las tres de la tarde. Tres horas después comenzamos a divisar en la lejanía las siluetas de las zonas montañosas a las que retornábamos. 
     Hicimos un alto en la caseta de peaje de Córdoba para tomar un buen café y estirar un poco las piernas.  Entramos al estado de Puebla, a las siete  y ya era visible, el pico Orizaba, una elevación representativa de este territorio.
  Comenzó un tramo bastante largo de curvas peligrosas, complicada con lluvias y una niebla tan espesa que impedía la visibilidad a dos metros de distancia.  Esta parte del recorrido fue muy tensa, nuestros choferes eran precavidos, pero llevaban horas conduciendo y durmiendo a ratos en un asiento de la camioneta.  Sentimos un gran alivio cuando dejamos atrás ese tramo de autopista.
    En poco tiempo estaríamos en el Estado de México, serían las diez de la noche y el reloj que marca el kilometraje del coche indicaba cuatro mil seiscientos noventa y ocho kilómetros recorridos.  Llegamos a la casa después de las doce, ya era día primero de agosto.
     En los viajes largos, llevábamos una o dos neveras portátiles con jugos, refrescos, agua, galletas, para no detenernos mucho tiempo entre un destino y otro.
    Quedaba pendiente visitar Chichén Itzá.  Estamos listos para la próxima aventura, que esperamos sea pronto.




    
    
   


   
   
   




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