En Mérida no encontramos alojamiento para todos,
eran pasadas las doce de la noche, y decidimos poner rumbo al DF después de una
semana de intensas experiencias. Atrás quedaban ciudades mayas, cenotes,
parques temáticos, pirámides, selvas, playas, rías, historia, tradiciones y
leyendas de un pasado que todavía no ha mostrado al mundo actual todo su
esplendor.
El viaje de regreso fue muy cansado, el día
había sido intenso, de mucho calor, y todos estábamos fatigados. Los choferes
se fueron turnando a la hora de conducir la camioneta. el resto de los pasajeros nos
acomodamos como fue posible y dormitamos un poco. Los mayores teníamos los pies hinchados, como
bolas, de estar sentados durante tantas horas.
Al amanecer cruzamos por un largo puente
sobre una bahía, el cartel de identificación decía Zacatal, pero ya a estas
alturas ni sabía por donde estábamos.
Eran las diez de la mañana cuando entramos
a Villa Hermosa e hicimos un alto para desayunar, y acondicionar el vehículo de
provisiones y gasolina. Faltaban
setecientos kilómetros por rodar.
Nombres como Cárdenas, Coatzacoalcos,
Tonalá, Cosoleacaque, Acayucan, Minatitlán y similares, aparecen constantemente
en las verdes señales que piden precaución, topes que reducen la velocidad,
puestos de control policial y zoo fitosanitarios se suceden a través del recorrido de un
estado a otro.
A la altura de la caseta de peaje
Veracruz-Acayucan comenzó un aguacero como los que abundan por estas regiones.
Eran las tres de la tarde. Tres horas después comenzamos a divisar en la
lejanía las siluetas de las zonas montañosas a las que retornábamos.
Hicimos un alto en la caseta de peaje de
Córdoba para tomar un buen café y estirar un poco las piernas. Entramos al estado de Puebla, a las
siete y ya era visible, el
pico Orizaba, una elevación representativa de este territorio.
Comenzó un tramo bastante largo de curvas
peligrosas, complicada con lluvias y una niebla tan espesa que impedía la
visibilidad a dos metros de distancia. Esta
parte del recorrido fue muy tensa, nuestros choferes eran precavidos, pero
llevaban horas conduciendo y durmiendo a ratos en un asiento de la
camioneta. Sentimos un gran alivio cuando
dejamos atrás ese tramo de autopista.
En poco tiempo estaríamos en el Estado de
México, serían las diez de la noche y el reloj que marca el kilometraje del
coche indicaba cuatro mil seiscientos noventa y ocho kilómetros
recorridos. Llegamos a la casa después
de las doce, ya era día primero de agosto.
En los viajes largos, llevábamos una o dos
neveras portátiles con jugos, refrescos, agua, galletas, para no detenernos
mucho tiempo entre un destino y otro.
Quedaba pendiente visitar Chichén Itzá.
Estamos listos para la próxima aventura, que esperamos sea pronto.
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