martes, 9 de abril de 2019

RIO LAGARTOS, 31 de julio de 2010


      Camino a Mérida, un señalamiento en la carretera indicaba un desvío en dirección a un paraje Reserva Natural de la Biosfera.      Estábamos en verano, las tardes eran largas, había tiempo de visitar el lugar antes de que anocheciera, y sin pensarlo mucho enderezamos el rumbo hacia RIO LAGARTOS.
     Llegamos alrededor de las cinco, con buen sol.  Encontramos un pueblo de pescadores a la orilla de una RIA, (mezcla de agua dulce de “ojos de agua” con el agua salada de un enorme brazo de mar), un sitio tranquilo, saludable, solícito y amable con los visitantes.
La zona que fue declarada Reserva de la Biosfera en el año de 1979 es más extensa que la ría propiamente dicha y cuenta con 60.348 hectáreas de superficie en los que se reproducen más de 250 especies de aves acuáticas.
     Un largo malecón amparaba muelles de madera donde atracaban embarcaciones, tanto de remos como con motor fuera de borda que hacían la travesía navegando por el lago hasta la salida al mar, con el práctico como anfitrión y guía turístico.  Un paseo en el que se recorrían unos veinte kilómetros y duraba más de media hora, de ida como de regreso.
     Abordamos dos lanchas con sus correspondientes timoneles-guías.  El viaje resultó hermoso.  Navegamos a través de un extenso brazo de mar bordeado de manglares, observando la gran diversidad de aves acuáticas que habitaban en la ría, y un criadero de flamencos rosados que anidaban en el lago y elevaban el vuelo al paso de las embarcaciones.
    El guía era un poblador del lugar y nos explicaba que hay lagartos (cocodrilos) pero es difícil verlos por el día.   Se esconden en las orillas entre los manglares.   Por ese motivo ofrecen excursiones nocturnas para el que quiera verlos.  No vimos ninguno en el trayecto, creo que fue una suerte porque el borde de la lancha iba a ras del agua, y tropezarlos cara a cara habría sido desagradable.
     El piloto iba guiando el bote sorteando bajos, y con frecuencia apagaba el motor para no asustar a las aves en sus parajes de anidamiento.  Contemplamos garzas, pelícanos, cormoranes, cigüeñas y águilas pescadoras en plena acción, que en la tarde y con el sol bajando en el horizonte, salían de nidos y escondrijos a buscar alimento.   Capturamos un cangrejo cazuela, o cucaracha marina, considerado un fósil viviente, y tuvimos la oportunidad de observarlo bien cerca antes de regresarlo al agua.
      Nos llamó mucho la atención, cuando vimos a los pasajeros de las barcas que volvían del recorrido que parecían fantasmas, embadurnados de algo blanco.
     Al final del viaje, en la otra orilla, nos encontramos con una salina. Tenía más de quinientos metros de ancho de una arcilla gris, compuesta de una mezcla de arena, algas y sales minerales.
     Atravesamos el espacio sin zapatos, hundiendo los pies en aquel barro blanquecino, semejante a una mezcla de cemento blanco que nos cubría hasta los tobillos y llegamos a unos canales con el agua de un bello color rosado, por efecto de la alta concentración del mineral.
    Explicaba nuestro guía que la elevada salinidad de las aguas hace posible nadar y no hundirse.   Y para comprobarlo algunos se acostaron en el agua rosada y poco profunda, experimentando el placer de flotar sin esfuerzo.  Yo no llevaba la trusa, por lo que solo caminé con el agua hasta las rodillas, estaba caliente, muy buena para una terapia de sales.
   El ritual, que nombraban “El Baño Maya”, consistía en bañarse primero en los canales de la salina y después frotarse el barro blanquecino por todo el cuerpo, regresar “empanizado” y bañarse en las aguas de un cenote que había cerca del malecón donde atracaban las lanchas.
     Todos disfrutamos del baño, del lodo exfoliante, y no resistí la tentación de llevar a casa una bolsa con un poco de aquél “fango milagroso” para posteriores tratamientos de belleza.  Regresamos embadurnados de algas y sal, pero una vez enjuagados con el agua dulce y fresca, la piel quedaba suave, limpia, renovada.
     En una de las tantas veces que subí y bajé de muelles y lanchas, me lesioné una rodilla y aún estoy padeciendo las secuelas.  En lugares así se pierde la noción de los años y las limitaciones. Para el próximo paseo tendré que recordar que algunos movimientos están vedados para ciertas edades.
   A orillas del malecón del poblado había pequeños restaurantes y negocios de ventas de comidas, así como alojamientos para los paseantes.  Cansados y hambrientos “anclamos” en uno que se llamaba La Gaviota. Ofertaban pescado fresco y unos camarones criados en el lago que casi saltaban del estanque al plato.
   Luego de una buena comida, satisfechos, y renovadas las fuerzas, nos sentamos en el malecón a deliberar el rumbo a tomar.  Valoramos quedarnos en el pueblo y al día siguiente visitar en la mañana la zona arqueológica de Chichén Itzá, y en la tarde regresar al DF.   Recorrimos el poblado buscando alojamiento, pero solo había disponibles dos habitaciones con una cama cada una… ¡para doce personas!  Era imposible acomodarse allí.
     Pasar la noche en Mérida era una opción y hacia allá partimos pasadas las diez.    Fatigados, adormecidos y deseosos de un baño de ducha, entramos a la ciudad a medianoche y comenzamos a buscar hospedaje.  No encontramos nada apropiado acorde con el presupuesto disponible, todo estaba ocupado.  Evaluamos explorar en   otra ciudad, pero era arriesgarse a pasar la madrugada buscando albergue, por lo que decidimos continuar viaje de regreso al DF.  Era el destino final del itinerario, y las vacaciones concluían.  Chichén Itzá quedaba para otra excursión.
      Salimos de Mérida el día treinta y uno de julio del año dos mil diez  a medianoche y llegamos al DF pasadas las doce de la noche del primero de agosto.
 Fotos de la autora.
Revisión de estilo. Nilda Bouzot

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