viernes, 22 de marzo de 2019

XCARET- 29 de julio de 2010 (Parte III)


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     A mediodía el grupo decidió dar el paseo por el río subterráneo.  La travesía acuática demora casi una hora nadando con un chaleco salvavidas bien ajustado, un snorkel y las útiles “patas de rana”.  Las escaleras talladas en la piedra descienden hasta la corriente de agua que mantiene una temperatura de veinticuatro grados Celsius, y viaja a través de galerías por debajo de la superficie, con rocas arriba, abajo y a los lados.  A quien padezca problemas cardíacos, diabetes o claustrofobia, se le aconseja no hacer ese paseo.  Yo obedecí el último mandato.
     Me avergonzó no seguir a la pareja mayor de los amigos mexicanos, que sí fueron a la excursión, pero al finalizar el recorrido no llegaron bien.  Habrían preferido quedarse, porque el trayecto era extenso y el agua estaba muy fría, dijeron.
     Sobre la calle había pintada una franja que indicaba la dirección del río, bastaba seguirla para llegar al lugar de la desembocadura por donde salían los excursionistas.  Y eso hice… finalizaba en un punto de la costa, entre rocas.  Allí me senté cómodamente en una silla frente al mar a esperar a los “navegantes”.
     Llegaron del viaje subterráneo pasada la hora, se cambiaron con la ropa que dejaron en una bolsa a la entrada del río y que los empleados se encargaban de llevar hasta el final del recorrido y colocar en el taquillero que correspondía a cada uno.
     Había cientos de visitantes en el área donde había pocetas naturales a las que bajaban los bañistas, estanques preparados para nadar con delfines y con rayas, actividades de buceo y múltiples atracciones marinas para complacer todas las preferencias.
    Almorzamos en uno de los restaurantes a la orilla de la playa, cerca del delfinario.  El local era abierto, construido de piedra, madera y elementos naturales.  La mesa bufet era lujosa y con un surtido amplio, era difícil elegir entre tantas ofertas gastronómicas preparadas con exquisitez.   Había música de mariachis, música yucateca, y como ese día celebrábamos el cumpleaños setenta y cinco del amigo mexicano, las “Mañanitas” y las canciones de su preferencia no faltaron.
     Terminada la acción de llenar nuestros vacíos estómagos y repuestas las fuerzas, regresamos a recoger los objetos de valor que se quedaron bien protegidos en la primera taquilla.  Visitamos áreas donde exhibían tapires, leopardos, pumas, monos arañas, el mariposario de nuevo.  Un pueblo maya estaba ambientado con todo detalle, con un cementerio en el que se leían esquelas muy sugerentes grabadas en los nichos, y en algunos horarios con los que no coincidimos, ofrecían una demostración de sus rituales y danzas ancestrales.
   A las siete de la tarde comenzaba un espectáculo en un anfiteatro de piedra, de estructura colosal.  Representaban el surgimiento de la nación mexicana, la época prehispánica, la llegada de los conquistadores y momentos importantes de la colonia y la república, con la participación de más de trescientos artistas.    El juego de pelota maya, un deporte con connotaciones religiosas, en el que participaron jugadores descendientes de los pobladores autóctonos, entrenados para hacerlo exactamente como en la época, fue una muestra impresionante de destreza.
     Fue una presentación extraordinaria, sugerente, fastuosa, digna de los mejores escenarios.  Al finalizar la primera parte de la exhibición, ondearon sobre el enorme escenario cintas con los colores de la bandera de México, atadas a las alas de un grupo de guacamayos rojos y verdes que volaron sobre los asistentes en un alarde de belleza.   La segunda parte fue un derroche de buen gusto y maestría escénica.  Mostraban los bailes con el vestuario y la música de cada región, en un despliegue de talento de los artistas participantes.
    Los hombres pájaros, los Voladores de Papantla, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, también ofrecieron su ritual en el anfiteatro.  Es una ceremonia ancestral y casi todos los practicantes son descendientes de los habitantes prehispánicos, adiestrados desde pequeños para perpetuar las costumbres y ofrendas de sus antepasados.
     La función dura más de dos horas y cierra el día en Xcaret con un final de excelencia.
     En las afueras del anfiteatro vendían un DVD con la grabación del espectáculo, pero estaba bastante caro.  No lo compré.
     Nos faltaron muchos espacios interesantes por recorrer.  En la noche regresamos al apartamento y al hotel, cansados, emocionados después de doce horas de intensa actividad.  El Migue, el más joven del grupo se sintió mal de tanto comer y de tanta agitación, parece que hizo una ingesta.
      Efectivamente, un día no es suficiente para disfrutar de Xcaret.

Fotos de la autora. Revisión de estilo.  Nilda Bouzot.





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