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A mediodía el grupo decidió dar el paseo
por el río subterráneo. La travesía
acuática demora casi una hora nadando con un chaleco salvavidas bien ajustado,
un snorkel y las útiles “patas de rana”.
Las escaleras talladas en la piedra descienden hasta la corriente de
agua que mantiene una temperatura de veinticuatro grados Celsius, y viaja a
través de galerías por debajo de la superficie, con rocas arriba, abajo y a los
lados. A quien padezca problemas
cardíacos, diabetes o claustrofobia, se le aconseja no hacer ese paseo. Yo obedecí el último mandato.
Me avergonzó no seguir a la pareja mayor
de los amigos mexicanos, que sí fueron a la excursión, pero al finalizar el
recorrido no llegaron bien. Habrían preferido
quedarse, porque el trayecto era extenso y el agua estaba muy fría, dijeron.
Sobre la calle había pintada una franja
que indicaba la dirección del río, bastaba seguirla para llegar al lugar de la
desembocadura por donde salían los excursionistas. Y eso hice… finalizaba en un punto de la
costa, entre rocas. Allí me senté
cómodamente en una silla frente al mar a esperar a los “navegantes”.
Llegaron del viaje subterráneo pasada la
hora, se cambiaron con la ropa que dejaron en una bolsa a la entrada del río y
que los empleados se encargaban de llevar hasta el final del recorrido y
colocar en el taquillero que correspondía a cada uno.
Había cientos de visitantes en el área
donde había pocetas naturales a las que bajaban los bañistas, estanques
preparados para nadar con delfines y con rayas, actividades de buceo y
múltiples atracciones marinas para complacer todas las preferencias.
Almorzamos en uno de los restaurantes a la
orilla de la playa, cerca del delfinario.
El local era abierto, construido de piedra, madera y elementos
naturales. La mesa bufet era lujosa y
con un surtido amplio, era difícil elegir entre tantas ofertas gastronómicas
preparadas con exquisitez. Había música
de mariachis, música yucateca, y como ese día celebrábamos el cumpleaños
setenta y cinco del amigo mexicano, las “Mañanitas” y las canciones de su
preferencia no faltaron.
Terminada la acción de llenar nuestros
vacíos estómagos y repuestas las fuerzas, regresamos a recoger los objetos de
valor que se quedaron bien protegidos en la primera taquilla. Visitamos áreas donde exhibían tapires,
leopardos, pumas, monos arañas, el mariposario de nuevo. Un pueblo maya estaba ambientado con todo
detalle, con un cementerio en el que se leían esquelas muy sugerentes grabadas
en los nichos, y en algunos horarios con los que no coincidimos, ofrecían una
demostración de sus rituales y danzas ancestrales.
A las siete de la tarde comenzaba un
espectáculo en un anfiteatro de piedra, de estructura colosal. Representaban el surgimiento de la nación
mexicana, la época prehispánica, la llegada de los conquistadores y momentos
importantes de la colonia y la república, con la participación de más de
trescientos artistas. El juego de pelota
maya, un deporte con connotaciones religiosas, en el que participaron jugadores
descendientes de los pobladores autóctonos, entrenados para hacerlo exactamente
como en la época, fue una muestra impresionante de destreza.
Fue una presentación extraordinaria,
sugerente, fastuosa, digna de los mejores escenarios. Al finalizar la primera parte de la
exhibición, ondearon sobre el enorme escenario cintas con los colores de la
bandera de México, atadas a las alas de un grupo de guacamayos rojos y verdes
que volaron sobre los asistentes en un alarde de belleza. La
segunda parte fue un derroche de buen gusto y maestría escénica. Mostraban los bailes con el vestuario y la
música de cada región, en un despliegue de talento de los artistas
participantes.
Los hombres pájaros, los Voladores de
Papantla, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, también ofrecieron su
ritual en el anfiteatro. Es una
ceremonia ancestral y casi todos los practicantes son descendientes de los
habitantes prehispánicos, adiestrados desde pequeños para perpetuar las
costumbres y ofrendas de sus antepasados.
La función dura más de dos horas y cierra
el día en Xcaret con un final de excelencia.
En las afueras del anfiteatro vendían un
DVD con la grabación del espectáculo, pero estaba bastante caro. No lo compré.
Nos faltaron muchos espacios interesantes
por recorrer. En la noche regresamos al
apartamento y al hotel, cansados, emocionados después de doce horas de intensa
actividad. El Migue, el más joven del grupo
se sintió mal de tanto comer y de tanta agitación, parece que hizo una ingesta.
Efectivamente, un día no es suficiente
para disfrutar de Xcaret.
Fotos de la autora. Revisión de estilo. Nilda Bouzot.
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