jueves, 28 de marzo de 2019

ISLA MUJERES, 30 de julio de 2010


     Después del intenso día que pasamos en Xcaret, descansamos en el apartamento y en el hotel donde nos hospedábamos en Playa del Carmen. Al día siguiente, terminado el desayuno, llevamos la ropa  a la lavandería que ya habíamos localizado a pocas cuadras del apartamento.   En los planes estaba ir a Mérida y a Chichén Itzá, pero un imprevisto hizo que cambiáramos la ruta.  Migue, nuestro joven viajero, pasó la noche mal con una severa ingesta.
    Una vez que recogimos la ropa limpia, y terminamos de hacer las maletas, reanudamos el camino.  En la mañana no alcanzó el tiempo, y no pudimos visitar la zona de las playas de este famoso lugar invadido por turistas, con aceras especiales para bicicletas y policías de tránsito sustituyendo los semáforos.
    A la salida de la ciudad llegamos a un consultorio pediátrico para que examinaran a Migue.  El doctor  confirmó que solo era una buena “atracada” de comida y chucherías.  No conté los pasteles que comió el día anterior, pero fueron muchos.  Le recetó agua y una dieta ligera.
     Pasadas la una y media de la tarde emprendimos viaje hacia Cancún por una autopista paralela a la costa, que lucía en las orillas una vegetación tan tupida que impedía ver el mar.  El niño continuaba decaído y decidimos no continuar viaje, descansar esa tarde y dar tiempo a que se repusiera, por lo que inmediatamente que llegamos a Cancún buscamos alojamiento.
     Cerca del hotel donde nos hospedamos estaba el andén de donde salían embarcaciones hacia Isla Mujeres y decidimos visitarla.  Los amigos mexicanos se quedaron reponiendo fuerzas y cuidando a Migue.   Ellos conocían el lugar.  Nosotros no.
     Llegando al embarcadero estaba listo para partir uno de los catamaranes que hacían viaje cada media hora, navegando a través de un estrecho de mar verde-azul de unos veinte kilómetros de largo, que separa la isla de tierra firme. No sentimos la travesía. La nave parecía flotar sobre el mar.
     La embarcación atracó en la isla, en un muelle muy concurrido.  Había muchos turistas, pescadores, pobladores.  El lugar resultó muy animado y tropical, con una sola calle ancha paralela a la costa, repleta de pequeños hoteles, comercios, restaurantes, tianguis, autos, bicicletas, cuatrimotos y transeúntes.
      La isla mide ocho kilómetros de largo y la distancia entre costas en la parte más ancha es de solo un kilómetro.  En muchos lugares en dos o tres cuadras se divisan ambas riberas.
    Todo el litoral es también zona de playa. Estaba colmado de bañistas, pescadores, y buena cantidad de vendedores que ofertaban su mercancía a voz en cuello.  En aquel barullo logramos rentar una silla de extensión con sombrilla para los cinco, solo una.   El mar estaba tranquilo, el agua transparente, la arena blanca y fina.  Qué más… solo disfrutar de un buen baño.
     Isla Mujeres es un asentamiento de pescadores, y la zona de los balnearios está intercalada entre los muelles por donde embarcan y atracan los botes y las lanchas de los habitantes que diariamente se lanzan al mar en busca de la pesca del día.
     Cerca de la orilla había restaurantes y negocios que servían comidas, con las mesas y las sillas encajadas en el suelo de fina arena, un servicio sencillo y rústico, y con una deliciosa  oferta de pescado fresco… “del mar al plato”.
     Después de disfrutar del baño de mar, decidimos conocer otros lugares de la isla.  Rentamos un taxi porque las otras opciones eran bicicletas o cuatrimotos de los usados en los campos de golf.  Pensamos que en el auto cabíamos todos, y que el conductor nos podía servir de guía, y así fue.
     Nos llevó hasta el extremo occidental de la isla, “donde comienza México”.  Había un faro, un mirador, y no podía faltar un pequeño tianguis donde vendían refrescos y agua.  En esa zona vimos buenas casas, villas de recreo, fincas de estadounidenses que cuando se jubilan compran y residen en la isla.  Se apreciaba un fuerte contraste entre la colonia norteamericana y los barrios humildes de los pescadores.
     El recorrido fue muy placentero e instructivo. Ya entrada la tarde retornamos al centro del poblado y nos dispusimos a comer pescado fresco. Sentados alrededor de una mesa colocada sobre la arena y contemplando la puesta del sol, degustamos un Mero recién pescado.
     Eran más de las ocho de la noche cuando navegamos de regreso en el catamarán, a través del estrecho de mar, contemplando un cielo limpio y estrellado como hacía tiempo no veíamos.  Terminamos bien el día, con un atractivo paseo y un lindo recuerdo del Caribe.
Fotos de la autora.
Corrección de estilo Nilda Bouzot

    








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